miércoles, 4 de febrero de 2009

Judías verdes con patatas




Estaba asomado a la ventana, fumando un cigarro. Desde la calle se le podía ver perfectamente, entre las cortinas grises. Los vecinos podrían contar lo diferente que era esa ventana hace dos años. Las cortinas grises no eran de ese color, eran de un blanco luminoso, y pocas se veían en el barrio que estuvieran tan bien planchadas. La ventana estaba cubierta por una amalgama de geranios rojos y potos colgantes. A veces había ropa colgada, perfectamente alineada, pero durante el tiempo justo que tardaba en secarse. A su mujer no le gustaba el efecto que hacía en la fachada. Tampoco se veía a Mario fumando, ya que Mario no fumaba. Volvió a caer hace dos años, justo cuando volvió del cementerio. No tenía mejor manera de ir acabando poco a poco con su vida. No era de forma consciente, el suicidio y esas cosas eran muy modernas para él. Pero fumaba sesenta cigarros al día, sólo por si acaso.
Únicamente él sabía cómo había cambiado su vida.
El día que la vecina le trajo aquellos geranios de plástico, para sustituir a los que cuidaba su mujer, salió la única lágrima que recorrería su arrugado rostro. Una lágrima grande, inmediata, una lágrima poderosa, de esas que caen tan deprisa que apenas dejan senda a su paso. Esa fue la única vez que lloró, después le vendrían los recuerdos. Se acordaba de Maribel y del "flus flus" que utilizaba para regar los geranios. Así lo llamaba ella. Le preguntaba ¿dónde está el flus flus? Pues ahí Maribel, en el mismo sitio donde lo dejaste ayer. Era una de esas conversaciones cotidianas que tanto le gustaban a ella para sacarle de su silencio. A él en el fondo le encantaban. Le respondía con tono cansino. Pues ahiii, Maribeeeel. Y Maribel se hacía la tonta. También se acordaba del olor de su casa en aquellos tiempos. Olor a estofado y a Heno de Pravia, con ligeros toques del Varón Dandy que se ponía él a "puñados" cuando salía de casa. Las pastillas de Heno de Pravia etaban por todos sitios, pero sobre todo en los cajones, entre la ropa. También se acordaba de los recados, esas listas de alimentos a los que él no encontraba sentido. Mario volvía de la calle con su bolsita y ¡Chas! A la hora se encontraba en la mesa aquellos platos sabrosos, casi siempre diferentes, con aquella proporción perfecta entre hidratos, proteinas, vitaminas que ningún endocrino sería capaz de igualar. Mario no sabía cocinar. Desde hacía dos años comía casi a diario patatas con judías verdes y un filete a la plancha. A veces intentaba freir un huevo, que casi siempre se le estropeaba y acababa en revuelto. Cuando terminaba de comer pensaba que tenía ochenta años, y unas ganas terribles de tumbarse a echarse una siesta, una siesta sin fin.

1 comentario:

Nacho Aransay dijo...

Precioso y ahora... ¿algo sobre Candela?

Besotes y sigue escribiendo